sábado, 28 de junio de 2014

FRANCISCO UMBRAL, Mortal y rosa.

Esta obra de Umbral ha sido una gran sorpresa. Ese señor malcarado, ceñudo y de apariencia prepotente que no gustaba nada a la “movida madrileña”, ni al rodillo socialista de los años ochenta, y que fue quedando tan postergado que ni siquiera recordaba cuando había muerto. Nunca hubiera decidido leer algo suyo si no hubiera sido por la “encarecida” recomendación,  en junio del año pasado, de Yossi Barzilai.

Pero me ha costado casi un año decidirme a su lectura, las barreras de ese “umbral” antipático debían haber calado tan hondo que no había manera de sentirme atraída por él. Varias veces lo tuve en la mano y otras tantas lo volví a dejar. No me decidía a iniciar su lectura y, la verdad, solo leo por placer. Y no entendáis placer en el sentido habitual de alegría o sensación agradable, no, no siempre la lectura me procura esa sensación, aunque solo considero que una lectura ha valido la pena cuando me produce satisfacción la dedicación a ella. Porqué ¿qué es el libro? Y vamos ya con Umbral:
El libro es sólo el pentagrama del aria que ha de cantar el lector. En el libro no hay nada. Todo lo pongo yo. Leer es crear. Lo activo, lo creativo, es leer, no escribir. De esos signos, de esa tipografía hormigueante y seca, mi imaginación levanta un mundo, un bosque, una idea, y continuamente salen volando pájaros de entre las páginas del libro (p. 109).

Mortal y rosa (1975) tiene 188 páginas, yo he leído la octava edición de 2008 con una Introducción de Miguel García Posada y un pequeño Apéndice del propio Umbral, en total 242 páginas.

Francisco Umbral (1932-2007) poeta, novelista, periodista y ensayista, fue tardíamente escolarizado por lo que se puede considerar casi una autodidacta. Inició su carrera periodística en 1958 en el periódico El Norte de Castilla, fue promocionado por Miguel Delibes que percibió su talento para la escritura. Desde entonces Umbral forjó una carrera de éxito como escritor y periodista.
Su estilo, que se percibe muy bien en esta obra, es de un gran lirismo, de hecho podríamos decir que es prosa poética, utilizando muchas metáforas no siempre fáciles de interpretar, acostumbra a utilizar neologismo e intercala versos, títulos u otras referencias de sus escritores favoritos. Su vocabulario es rico, diverso y, en muchos momentos, deslumbrante.


El olor de un libro, el olor de cada libro, ese enjambre de abejas tipográficas que nos marea y nos fascina cuando hundimos en él la nariz (p. 99).
Mortal y rosa es un monólogo del escritor en el que reflexiona sobre aspectos diversos, especialmente dialoga con su hijo que nació en 1968 y  falleció a los seis años de leucemia. Por momentos parece un ensayo porque no hay trama más allá de que se trata de un diálogo con el hijo, un diálogo de amor, y de pena arrebatada cuando muere. Alrededor de ese drama (un niño enfermo es una blasfemia que profiere la vida), del que apenas cuenta nada concreto, Umbral va cavilando, divagando sin orden ni concierto o con un orden que solo él sería capaz de explicar. Aunque estamos a principios de los años 70, en plena descomposición del franquismo, apenas hay referencias al momento, centrándose en la introspección que hace el autor de su manera de ver la vida marcada por esa muerte terrible.
Me llevo al niño, dolorido y lánguido, lejos del gran absurdo organizado, a nuestro pequeño rincón de sinrazones, al cubil de la ternura. Viene aterido de miedo, perplejo de frío, y empieza a poner orden –su orden cálido y anárquico- en las cosas (p. 143).
¿Qué me ha sorprendido positivamente de la lectura de esta obra? 
En primer lugar la forma tan sincera de expresar el amor tierno y entregado de Umbral hacia su hijo: Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. No es habitual encontrar a un intelectual, hombre, que descubra su corazón de una forma tan abierta y nítida. Me ha sorprendido mucho su prosa, su rico vocabulario, sus imágenes y sus reflexiones sobre la vida, sobre la historia, sobre la escritura, sobre las relaciones humanas, sobre la explotación de los trabajadores/as, etc. Tengo montones de hojas con señales de fragmentos que me gustan por motivos muy diversos... y es que como él… 
Hilvano el mundo con los ojos.Ojos que imaginan cuando leen, que ven lo que crean con su lectura, que ven incluso lo no visible y le dan precisión plástica a los conceptos, a los pensamientos leídos. Los ojos pastan en el libro y a veces, al cerrar el libro, los ojos se quedan dentro, como hojas frescas, y ando ciego por la vida, sin ojos, sin ver el mundo, porque los ojos siguen mirando lo que han leído, se han enterrado en letra impresa. Luego, cuando soy dueño de mis ojos, miro con ellos el mundo, y los paisajes vienen a los ojos en remolino (p. 93).
En el final del libro, Umbral, desolado, se deja llevar por la desesperanza y dialoga caóticamente con su hijo muerto:
La vida se ha quedado hueca de tiempo, el tiempo se ha quedado hueco de días. El tiempo lo creamos nosotros viviendo, esperando, avanzando. Si uno dimite de la vida, el tiempo ya no existe. El tiempo es nuestra impaciencia. Sin impaciencia, las esferas se paran y el mundo descubre su inanidad de chisme inútil, de trasto viejo, de cosa caída (p. 215).
Leer Mortal y rosa es pastar en la vida, beber de la vida y, por ello, sentir el dolor más crudo, el dolor interior, sin aspavientos, sin alharacas.


miércoles, 25 de junio de 2014

MARCEL PROUST, Por la parte de Swann.


Cuando pensé en qué fragmento elegiría para hacer esta incitación a la lectura que estamos realizando Marcelo Z, Carlos y yo, enseguida me vino a la mente la magdalena de Proust.

Ya conocía ese fragmento, sin haber leído la obra, porque ha pasado a denominar el proceso de evocar momentos del pasado a partir de un objeto, acto, sabor, color u olor desencadenantes del recuerdo.

Pese a que, en las noventa páginas que llevo leídas cuando redacto este texto, ya he llegado al famoso fragmento, decidí descartarlo en favor de la bella evocación de un refugio bajo los tejados…



(…) subía a sollozar al punto más alto de la casa, junto a la sala de estudio, bajo los tejados, a un cuartito que olía a iris y perfumaba también un grosellero silvestre, crecido fuera, entre las piedras de la muralla, y una de cuyas ramas en flor entraba por la ventana entreabierta. Aquel cuarto, destinado a un uso más especial y vulgar y desde el que, durante el día, se llegaba con la vista hasta el torreón  de Roussainville-le-Pin, me sirvió durante mucho tiempo de refugio –seguramente porque era el único que me permitían cerrar con llave- para todas mis ocupaciones que reclamaban una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y la voluptuosidad.
Cualquier comentario de quienes lo habéis leído, de quienes sabéis de la magdalena o de quienes nos hemos apuntado a leerlo (estáis a tiempo de uniros a una lectura que no tiene tiempos, ni plazos), será bienvenida.





sábado, 21 de junio de 2014

LA MENTIRA POLÍTICA Y EL VERANO




La primavera deja el paso al verano que entra astronómicamente hoy 21 de Junio a las 12.51, una estación llena de luz y de largas tardes, de calor y somnolencia, de paseos por la orilla del mar o por los bosques húmedos de la montaña, de viajes y de lecturas largas (recordad que os animo a empezar la lectura de Proust), de tertulias y conversaciones a la sombra de un árbol frondoso o de una fuente cantarina. Esta ensoñación la equilibra este fragmento literario que describe una de las realidades más penosas de este país. Un buen tema para pensar en una noche de verano.


John William Waterhouse


¿Podemos abordar hoy realmente esta cuestión, estando como estamos saturados por la retahíla de mentiras que despliegan a diario nuestros políticos en la televisión y en todas partes? Los ejemplos no es que sean más o menos numerosos, es que son constantes. La mentira política se ha convertido casi en una retórica, en un deporte. Y hemos acabado por sostenerla como un divertimento. ¿Somos capaces todavía de soportarla, de calcular sus efectos perversos y por tanto necesariamente desastrosos? Si no soportáramos la mentira política, estaríamos en las calles todos los días. Y, en cambio, las calles están desiertas. La antigua cera que antes nos habría ayudado a taparnos los oídos ya se ha derretido; y si hoy fuésemos marinos de Ulises, sería inútil que se amarrase al mástil de su navío porque no resistiríamos el engañoso canto de las sirenas; más divertidos que fascinados, llevaríamos al héroe hasta la orilla donde sería devorado. La mentira es poderosa, mata lo que nos es más querido.
                                                    JEAN-LUC SEIGLE, Al envejecer, los hombres lloran.

sábado, 14 de junio de 2014

JOSEPH ROTH, Fuga sin fin

Alguien comentó una frase de este autor mientras estaba abstraída tomando café a la hora del almuerzo. Apunté su nombre y busqué sus obras, compré dos: los escritos incluidos en  La filial del infierno… y la novela Fuga sin fin (1927).

Roth nació en 1894 en Brody, en la región de Galitzia, por entonces en el Imperio Austro-Húngaro. Hoy esta región se divide entre Polonia y Ucrania. La caída del Imperio, tras la derrota en la Iª Guerra Mundial, marcó a Roth con un sentido de pérdida de la patria que aparece con frecuencia en sus escritos y novelas.

Hijo de una familia judía, participó en la guerra sirviendo al ejército austriaco. Cuando finalizó el conflicto trabajó en varios periódicos hasta que se trasladó a Berlín y se casó con Friederiche Reichler, judía de Galitzia como él mismo y que padecía esquizofrenia, lo cual le provocó una profunda crisis emocional (y financiera por los cuidados que debía dar a su mujer). Desde 1923 hasta 1932 Roth fue corresponsal para el Frankfurter Zeitung, viajando por toda Europa. Fue en esta época cuando se convirtió en un escritor de éxito, especialmente con su novela La marcha Radetzky (1932).


En 1933 cuando Hitler fue nombrado canciller, dejó Berlín y regresó a Viena. Menos de un año después fue asesinado el canciller federal Engelbert Dollfuss, en un intento de golpe de Estado de los nazis austriacos. Roth decidió marcharse de Viena y vivió en diversas ciudades europeas, especialmente París.

Sus libros fueron quemados en Alemania como él había predicho, sin embargo fue en esos seis años de emigración cuando publicó más de la mitad de su obra, tanto novelas como artículos sobre el totalitarismo y contra el régimen nazi. En los años de emigración, Roth decidió convertirse al catolicismo y aquejado por problemas de salud, bebió hasta consumirse. Murió en París en 1939, tres días antes de que estallara la II Guerra Mundial. Su familia desapareció en los campos de concentración, su mujer fue asesinada en aplicación de las leyes eugenésicas para eliminar enfermos mentales.


Nada tengo que perder. No soy valiente ni busco aventuras. Me dejo llevar por el viento y no tengo miedo a caer (p. 57).
Y pese a que Franz Tunda, oficial del ejército austriaco durante la Iª Guerra Mundial, no buscaba aventuras, Fuga sin fin relata su vida aventurera, y desventurada, entre 1919 y 1926. El tema de la novela es la versión que Joseph Roth se inventa pareciéndose en algo a la suya, unas veces mejorada y otras empeoradas.

Tunda es un hombre sin destino que se deja llevar por el viento, libre y sin planes preconcebidos. Se ve envuelto en la Revolución Rusa por casualidad al ser hecho prisionero en la guerra y se acaba alistando entre las filas de los revolucionarios por amor a Natasha, más que por ideología. Tras fracasar su relación con ella se casa con la callada y sumisa Alia y acaba retornando a Austria por la noche que pasa con otra mujer, la señora G.
Su regreso es un fracaso porque su vida anterior ha desaparecido: el Imperio por el que luchó se ha desintegrado, su novia se ha casado con otro, su hermano se ha adaptado a la sociedad alemana que Tunda no acepta.
…Tunda, de treinta y dos años, un hombre joven y fuerte, sano y espabilado, dotado de múltiples talentos. Estaba en la plaza frente a la Madeleine, en el centro de la capital del mundo, y no sabía qué hacer con su vida. No tenía ni profesión, ni amor, ni alegría, ni esperanza, ni ambición, y ni siquiera egoísmo.En el mundo no había nadie tan superfluo como él.
Es el yo desintegrado de un hombre, contado por un narrador, que vaga sin rumbo, carente de vida. Un hombre que huye de su propia vida en una fuga sin fin mientras Europa, y su mundo personal, se desmoronan.
Sin coincidir en tiempo, experiencias, origen ni sexo con Tunda-Roth, he sentido, leyendo esta novela, una extraña empatía, una coincidencia de principios, unas sensaciones similares…
La gente tarda mucho en encontrar su rostro. Es como si no hubiera nacido con sus caras, ni con sus frentes, ni con sus narices, ni con sus ojos. Se van agenciando todo con el correr del tiempo. Y eso tarda, hay que tener paciencia hasta que reúnan lo adecuado. Por entonces Tunda acababa de poner a punto. Su ceja derecha había quedado más arriba que la izquierda. Eso le daba un aire de permanente sorpresa, la expresión de un hombre que observa con altivo asombro las extrañas circunstancias de este mundo (p. 105).
Yo hace un tiempo que tengo a punto mi cara. Mis ojos verde musgo y el hoyuelo del mentón me dan el aire de apreciar jugar el juego de la vida y observar con sorpresa todo lo que ocurre a mi alrededor sin que nunca acabe de entenderlo del todo.

Una novela excelente.


sábado, 7 de junio de 2014

VIRGINIA WOOLF, La señora Dalloway.

 (…) se disponía a ir a una fiesta, a su edad, convencido de que iba a vivir una experiencia. Pero ¿cuál?
Belleza, cuando menos. No la burda belleza de la vista. No era belleza pura y simple: Bedford Place, que conducía a Russell Square. Era rectitud y vacío, desde luego; la simetría de un corredor; pero también era ventanas iluminadas, el sonido de un piano, de un gramófono; una sensación de fuente de placer escondida (…) (p. 221).
Escribí hace tres años y medio en este espacio que Virginia Woolf era una escritora que había ejercido una gran influencia en mi pensamiento y que leí casi completa su obra de veinteañera. Llevo tiempo pensando en releer alguna de sus obras, pese a que no soy de releer, y finalmente me he decidido por La señora Dalloway, una novela que fue de las que menos me interesó en su momento, quizás por esa razón no tenía el ejemplar (prestado y no devuelto o prestado por alguien y devuelto por mi parte). El paso del tiempo, por fortuna, me ha dado una visión de la vida más pausada para poder apreciar emociones y acontecimientos pequeños que pueden revelar las profundidades del alma, más allá de sentimientos más apasionados o espectaculares. He disfrutado mucho con esta novela, sin duda he apreciado muchos aspectos que se me escaparon cuando la leí por primera vez.

La señora Dalloway fue publicada en 1925, tiene 263 páginas y su título se debe a que la novela relata un día en la vida de Clarissa, la Sra Dalloway, una mujer de clase alta, una mujer común, en el Londres de 1923. Esta novela fue la primera obra en la que Virginia Woolf revolucionó la narrativa de su tiempo a través, entre otras cuestiones que iré explicando, de lo que ella misma llamó en sus diarios tunnelling process (reconstrucción del pasado a fragmentos).


Sobre Virginia Woolf (1881-1941) ya he escrito en los textos mencionados y se puede encontrar la información en la etiqueta correspondiente a su nombre, además de la mucha información que hay sobre ella en la red y en una bibliografía bastante completa.

En La señora Dalloway Virginia Woolf inició la técnica, que luego continuará en Al faro (1927) y en Las olas (1931), de la omnisciencia del narrador que es capaz de entrar en cada personaje desarrollando una escritura que se abre a otras ficciones posibles, una especie de microrrelatos. El mundo es como un libro interminable de relatos engarzados en una continuidad que no tiene por qué ser lineal, a modo de las muñecas rusas, un relato dentro de otro. Ese tratamiento no lineal del tiempo unido a la representación pluridimensional de la conciencia humana y de la realidad son las grandes novedades que introdujeron Woolf, pero también Marcel  Proust y James Joyce.


En esta novela Woolf privilegia a una conciencia femenina, Clarissa-Sra Dalloway, una mujer madura, deseada, ama de casa, madre, esposa y sostén privado del marido que actúa en público. Pero la mundana y superficial Clarissa es también un gran interrogante. Para ella, preparar la fiesta que la tiene ocupada durante toda la jornada en que transcurre la novela, supone enfrentarse directamente con su propio yo, que incluye la asunción de su vida burguesa y despreocupada con las renuncias que ello conlleva; y ello implica pensar sobre la elección que hizo al casarse con Richard Dalloway, un amor adecuado, frente a su amante Peter Walsh, un amor pasión. Estos recuerdos la llevan a pensar en su juventud en Bourton, su relación de componente homosexual con Sally Seton, una mujer liberada para su tiempo, su conciencia de clase, el paso del tiempo y, en definitiva, su vacío existencial lleno de rutina y eventos sociales como la fiesta que prepara.
Tenía la curiosísima sensación de ser invisible, de que nadie la veía; ya no volvería a casarse, ya no volvería a tener hijos; solo quedaba ese avance pasmoso y un tanto solemne junto con todos los demás, por Bond Street, el ser la señora Dalloway; ni siquiera Clarissa ya; el ser la señora de Richard Dalloway (p. 19).
En La señora Dalloway no hay, como en el Ulises de Joyce, separación entre pensamiento verbal y percepciones no verbalizadas, entre mundo exterior y conciencia. La tercera persona licúa la diferencia, de ahí la metáfora de la ola, o la onda, que es constante en Woolf. Se podría decir que la conciencia es un líquido que entra en contacto con la realidad que también es líquida, ambas se mezclan y se unen mutuamente como si fuera una ondulación que las disuelve. Por ello, si en el Ulises se hablaba de “pensamiento interior”, en La señora Dalloway es más bien un “fluir de la conciencia”. Woolf pasa por tantas mentes o conciencias como le es posible (en el Ulises solo Bloom y Stephen tienen ese privilegio) aunque hay dos primordiales: Clarissa y Septimus, del que aún no he hablado cautivada por Clarissa.

Septimus es la persona más afectada por la situación histórica, la Iª Guerra Mundial y la inmediata postguerra, que está presente a lo largo de la novela pero no enfocada. Conocemos, más que los hechos, las consecuencias personales que se reflejan en un estado de ánimo alterado y depresivo de un hombre afectado gravemente por su experiencia en las trincheras. Septimus vive sus percepciones de lo real como algo intolerablemente profuso y múltiple. Casi se ven sus sentimientos, más que oírlos.

Hay muchos más personajes interesantes a los que podríamos dedicarles atención como Peter Walsh, Hugh Whitbread o la mencionada Sally Seton, pero La señora Dalloway es tan rica en personajes y en múltiples matices que esta reseña se haría demasiado larga, de hecho ya he sobrepasado lo prudente y no sé cuántos de mis pacientes lectores/as me habrán seguido hasta aquí.